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Hubo un tiempo en que el verano empezaba el último día de colegio y no terminaba hasta que la mochila volvía a oler a estuche. No existía el estrés, ni el Excel, ni la reserva por WhatsApp. Solo la certeza de que cada día, sí o sí, íbamos a la playa, con el primer tito que se fuese.
Y no a cualquier playa. A la mejor playa del mundo.
Lo decía un cartel de chapa que colgaba en la entrada, oxidado, con letras medio borradas por el sol, como si ya supiera que no hacía falta gritarlo. Hoy lo llevo impreso en la camiseta, pero entonces lo llevábamos en los ojos.
Íbamos en Renault 5, en furgonetas de trabajadores, en coches sin aire acondicionado donde el trayecto se medía por canciones de casete y siestas sudadas. No poníamos sombrillas, eso era para turistas. Nosotros montábamos los toldos en aquellas casetas verdes del Ayuntamiento de 1,20 x 1,20 donde cabía todo un verano: sillas, mesas, toallas, flotadores, cartas, primos, vecinos y hasta algún secreto.
Con más o con menos, cuando se pisaba la arena no había clases. Se acababan las diferencias. La playa era el gran igualador: allí daba igual si venías de barrio o de urbanización, si traías bocadillo o tupper de madre repostera. Lo que contaba era estar (y luego estaban los de Porto Albo, claro)
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En aquella playa éramos una tribu. Una familia inventada y necesaria. Amigos que se convirtieron en hermanos, primos por decisión, tíos lejanos que no eran de sangre pero sí de confidencias. Las madres se turnaban para preparar comidas, como si estuviéramos en un patio de vecinos sin paredes, y cada cual aportaba algo: tortilla, filetes empanados, gazpacho o un termo de café que llegaba lleno y se iba vacío.
Los partidos de fútbol en la bajamar eran más serios que una final en Wembley. Las chanclas hacían de porterías y nadie discutía si era gol o no, porque lo importante era seguir jugando. A veces los mayores se sumaban y ahí sí, aquello se convertía en guerra santa. Con reglas, piques y hasta un árbitro improvisado que siempre era el más pequeño o el más malo, que casi siempre era yo.
Y luego estaban los extranjeros: las familias de Extremadura. Llegaban cada verano como si emigraran de la rutina, con su acento dulce, sus sandías frías y sus primas guapísimas que hablaban cantando. Con ellos aprendimos que Mérida era mucho más que unos grandes almacenes. Aprendimos a querer su tierra sin haberla pisado. Con ellos se abría la temporada de amores imposibles, de cartas escritas a mano y promesas que nunca cruzaban Despeñaperros. Pero mientras duraban, eran eternas. Al final, acabaron ellos mudándose a Algeciras.
Y por supuesto, la goma de camión. Negra, quemando como plancha, pero reina absoluta de las atracciones acuáticas. Había que esperar las dos horas de digestión y rezar para que no soplara el poniente. Si se daban las condiciones, te lanzabas entre gritos y agua salada como si entraras en el Aquapark. Si no, tu madre te frenaba con una mirada que podía matar un dragón, y los rosetones que dejaban en la espalda aquella goma.
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Cada tarde venía con su ritual. Las manchas de alquitrán en las plantas de los pies eran inevitables. Pero no pasaba nada. Se quitaban con aceite de oliva y una servilleta. Manos expertas, paciencia y cero drama. Aquello también era verano.
Nos poníamos guapos con el agua calentada en garrafas, nos peinábamos con los dedos (qué tiempos aquellos), y echábamos la tarde entre meriendas, historias de miedo que nadie recriminaba porque no había chatgpt que comprobar) y partidas eternas de cinquillo o Rami.
Todo olía a sal, a risas, a pan con chocolate y a algo más que nunca he vuelto a encontrar del todo.
Aquellos eran veranos.
Aquellos eran amigos.
Aquello era casa.
Aunque ahora vaya a diario a un chiringuito y me llamen Boss en vez de «el niño del chato», yo lo sé: la playa sigue siendo la mejor del mundo. Solo que ahora, el cartel de chapa lo llevo puesto en el pecho, bien firme, como un escudo, que dicho sea de paso, puedes adquir en Veintishirt. Feliz verano a todos y a disfrutar de lo que queda.
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